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Cuerpos tóxicos

Cuerpos tóxicos

La contaminación humana por compuestos tóxicos persistentes (CTP) es la factura por cómo vivimos (pero no el castigo). Tomamos los CTP como ejercicio y reflexionamos sobre sus significados e implicaciones culturales.

 

Ya sería el colmo que el viejo dicho «lo que no mata engorda», acabase siendo verdad. Verdad en un sentido radicalmente nuevo y quizá cruel: estudios recientes indican que los contaminantes tóxicos persistentes (CTP) contribuyen a engordar. Lo que parece que no mata, si no mata, engorda. Es una idea muy alejada de la ancestral cultura popular, en la cual la grasa era un tesoro nutritivo; y a mayor abundamiento, libre de química artificial.

Hoy la grasa es un enemigo y los CTP refuerzan temores muy posmodernos. Recientemente, en efecto, investigadores muy respetados han acuñado o construido el término obesógenos ambientales para nombrar esa capacidad que los CTP parecen tener de favorecer la acumulación corporal de grasas. Hablamos, fundamentalmente, de agentes o residuos químicos fabricados para actividades agrícolas e industriales (y para múltiples usos cotidianos) o emitidos como desechos (caso de las dioxinas), ricos en átomos de cloro, que contaminan los alimentos grasos en casi todo el mundo. Se considera que más del 97% de los niveles corporales de CTP del ciudadano medio occidental se deben a la contaminación alimentaria. La reacción emocional, intelectualypráctica que tenemos ante este tipo de informaciones es eminentemente cultural: indiferencia, curiosidad, rechazo, perplejidad, miedo…

La impregnación corporal por CTP es otra verdad incómoda, parafraseando el lema de Al Gore sobre el cambio climático, con el que tantas similitudes tienen los tóxicos que nos ocupan. Entre las más interesantes (¿o debo decir inquietantes?): la enorme escala temporal y física en la que despliegan sus efectos, las incertidumbres acerca de la magnitud de sus efectos (tolerancia a la incertidumbre y necesidad de certezas: otro tema clásico), la negación con el que muchos reaccionamos ante los nuevos conocimientos científicos, el aparente escaso peso de las acciones individuales frente a las colectivas, el enraizamiento de sus causas en nuestra organización social… o su invisibilidad cotidiana.

Hagamos pues visible lo invisible y mirémoslo a los ojos (fíjese: esta propuesta de actitud no es en sí científica, es… ¿cultural, ética?). En el sudeste español, Nicolás Olea ha analizado los niveles de 16 CTPen 150 placentas. En todas hallaron por lo menos un residuo, con una media de 8 plaguicidas por placenta (mínimo: 3 plaguicidas, máximo: 15). Compuestos como el DDE, DDT, endosulfán y lindano se encontraron en más del 50% de las muestras. En Tenerife, Luis Domínguez ha estudiado la impregnación intrauterina en cien chicas embarazadas: en el 67% de las muestras de líquido amniótico hallaron alguno de los 7 PCB y 18 plaguicidas clorados. Una síntesis de estos y otros estudios está en el libro Nuestra contaminación interna. Si en él insisto en una idea es esta: los significados y las implicaciones culturales de los estudios científicos no se desprenden jamás automáticamente de sus resultados empíricos.

Y, como bien explicaba La Vanguardia el pasado 19 de agosto, en la población general catalana nadie está libre de alguno de los 19 compuestos que analizamos. El 62% tiene más de 10 compuestos; la mayoría, en concentraciones muy inferiores a las de una relativa minoría. El 88% tiene restos del insecticida DDT, cuyo uso se prohibió en España hace más de treinta años. Es un ejemplo (¿o un símbolo?) de uno de los retos culturales más difíciles: la escala temporal, la cronicidad, el arraigo o enraizamiento sociocultural de los contaminantes persistentes.

Hablamos de incorporación de CTP en el sentido biomédico tradicional de exposición, absorción y depósito, pues nuestra fisiología es incapaz de metabolizarlos. Es un hecho. Algo más capaz de excretarlos es nuestro sistema o corpus social. De modo que incorporación se refiere también a cuerpo, como el anglosajón embodiment, concepto clave en antropología y salud pública. Si necesitamos razonar sobre nuestros cuerpos individuales y sociales, ¿dónde están las ciencias sociales? ¿Y los filósofos, lingüistas, artistas…? Una de las muchas cosas que necesitamos es integrar mejor cultura, biología, medio ambiente y salud pública.

Los resultados de Andalucía, Canarias o Catalunya que he esbozado no tienen nada de raro: hallazgos similares se han obtenido en California, Canadá o Suecia, en todas las sociedades cuyas organizaciones ciudadanas e instituciones promueven sistemas de vigilancia sobre el impacto que la contaminación ambiental tiene en la salud colectiva (advierta: creo que parte del debate es sobre quién mueve el mundo…). Podríamos decir que esos resultados son normales. Pero quizá sea mejor llamarlos habituales. O mejor decir que hoy en día son habituales, dado que durante millones de años lo normal (esta vez sin cursiva) fue que sus concentraciones en los seres vivos fueran cero. Sólo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial empiezan los CTP a contaminar de forma generalizada la especie humana. El perfil de contaminantes que hoy almacenan los cuerpos de nuestras poblaciones es una auténtica huella de nuestra historia económica y cultural. Si hablamos de cuerpos y medio ambiente, de lo interior y lo exterior, de individuos y poblaciones, de conciencia, alienación, políticas, ¿por qué el mundo de la cultura habla tan poco sobre CTP? ¿Y dónde está la política? Pues a veces sí está, lo siento. Un ejemplo entre bastantes: el informe de la Generalitat de Catalunya sobre los CTP.

¿Qué hacer? ¡La pregunta es inherentemente sociocultural y política! ¿Qué hacemos los científicos solos improvisando respuestas de aficionado? Ah, sí, una cosa podemos decir con certeza: con los tóxicos persistentes no hay lugar donde esconderse, apenas hay escapatoria individual, sólo colectiva. Sólo si individual y colectivamente impulsamos cambios económicos y socioculturales de calado y sistemas de protección colectiva, disminuiremos la contaminación individual y colectiva de la generación siguiente a nuestros nietos. Es otro hecho (¿existen hechos?, algunos creen que no, yo creo que sí). Podríamos discutir las implicaciones culturales que tiene decirlo. Pero esto no es el colesterol o el tabaquismo. Uno no puede ir a la pescadería y preguntar «¿cómo va hoy el salmón de PCB?»

CTP: cualesquiera fronteras que haya entre el exterior y el interior, ellos las cruzan. Disueltos en las grasas de los indispensables alimentos, en concentraciones infinitesimales. No hay frontera, placenta, mucosa, membrana que valga. CTP, la poderosa metáfora. Nuestra pertenencia al mundo exterior. Lo invisible, real. Lo real, invisible.

El hecho es que en muchas poblaciones del mundo detectamos CTP y otros tóxicos (mercurio, arsénico, plomo…) en todo tipo de matrices biológicas: sangre venosa, sangre de cordón umbilical, tejido adiposo, placentas, líquido amniótico, leche materna… Si la conexión con los correspondientes procesos (embarazo, lactancia, alimentos… infertilidad, desarrollo infantil, enfermedad, vejez, muerte) no tiene relevancia cultural, que venga Dios y lo vea.

Sistema del sistema
La contaminación humana por compuestos tóxicos persistentes es la factura por cómo vivimos, una de ellas; pero no un castigo. La contaminación por CTP es un conflicto (¿o le suena mejor problema?) socioecológico y sanitario inherente a nuestros modelos de economía y cultura. Los contaminantes tóxicos persistentes son sistémicos: un elemento característico del sistema. La distribución poblacional de los CTP es el resultado de nuestra organización social, cultura, hábitos individuales y colectivos. Consecuencia de las políticas públicas y privadas que promovemos o aceptamos (consumidores, sindicatos, cooperativas, empresas, grupos de presión). Es el resultado de las componentes más activas de esas políticas y de las más negligentes: de sus omisiones y rutinas cómplices, de quienes eligen no visualizar los muertos, el sufrimiento y los gastos (económicos convencionales y no) que los CTP contribuyen a causar.

Entonces, ¿a quién le damos la culpa? Porque hay que buscar culpables, ¿no? O responsables, o… «Piove, porco governo»… La malvada industria, la incineradora… Sugerencia: pensemos en la lentitud con la que nuestras conductas cotidianas responden a las propuestas de reducción del uso de plásticos.

Aunque en él sólo habla un poco de salud pública, en su último libro (The idea of justice) Amartya Sen es persuasivo al subrayar las sólidas conexiones causales que existen entre valores, democracia, justicia, libertad, economía, medio ambiente… y la capacidad real de llevar una vida humanamente plena. Los CTP son un buen cauce para pensar cómo vivimos.Y morimos. Propician un esencial debate sobre nuestros valores. Debemos y podemos desear, ganar, ejercer y disfrutar más libertad. Entre muchos motivos, para no pagar la cruel factura que nos cobran los CTP. O como prefieran llamarla.

Fuente: lavanguardia.com